"Marianela" o la tragedia de las gambas sin gabardina
Benito Pérez Galdós es el Walter White de la prosa: una de las figuras más relevantes del
realismo español, y no porque hubiese pocos o la competencia flojease. El lenguaje le hace
reverencias. Cada vez que lo leo me lo imagino arreglándose el bigote con un peine de marfil,
fumando en pipa y escribiendo lo que piensa con una pluma maravillosa. Tiene sus fallos, claro,
no vivió “la muerte del autor”, no conoce el efecto de un buen plot twist y vivió pensando que el
realismo es lo único que nos hace revolver las conciencias contra lo injusto. Cada uno lo suyo.
Marianela se centra en mostrar la sociedad y el alma humana tal y como son, y Galdós se
pasó veinte pueblos de realista. Porque ya es triste que desde hace más de ciento treinta y ocho
años nos siga pasando lo mismo con el temita de la belleza de la mujer. Si crees que vales para
algo, aunque te parezcas más a una gamba sin gabardina que a un ser humano, no te preocupes:
si no es la vida, van a ser tus amigos o la persona a la que amas los que te van a poner en el sitio
que te corresponde. Lo peor de la historia es que no hay nadie “malo”: todos son buenos como
santos, pero no consiguen evitar las tragedias que le suceden a la chiquilla por eso, por fea.
Pues en efecto, el libro bien se podría titular “una serie de catastróficas desdichas que te
pasan por no haber nacido en la era del maquillaje”. Habla de cargar con tu aspecto por el hecho
de ser mujer, de la soledad, de los prejuicios, de los cánones de belleza, del maldito amor no
correspondido, de cuando ser bueno no te trae más que desgracias y de lo triste que es ser un
poco diferente. A lo mejor alguien piensa que estoy exagerando, así que permítanme que les
ilustre con un par de citas: “su busto mezquinamente constituido”, “atrasadilla estás, hija”, “aquella
sonrisa era semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado de vivir
pensando en el cielo”, “la boca de la Nela, estéticamente hablando, era desabrida, fea” o, en sus
propias palabras, “dicen que yo no sirvo ni puedo servir para nada”.
Marianela se dedica a hacer de lazarillo para Pablo, un niño rico, ciego, que se pasea por
las minas como por su casa y vive divinamente enamoradísimo de ella (amor totalmente verosímil,
ya que un ciego sería el único capaz de amar a una fea). Marianela le relata cómo es el mundo,
los colores, las minas, el bosque. Además la chica canta muy bien (como toda princesa Disney),
es buenísima persona y te da más ternura y más pena que la cerillera y Bambi juntos. Él está todo
el rato diciendo que se va a casar con ella, y ella que no, que no puede (básicamente porque es
fea y no sería justo). Un drama, vamos. Hasta que llega un oculista a “salvar” a Pablo. Ahí es
cuando ella entra en conflicto: quiero que la persona a la que amo pueda ver y sea feliz, pero
también quiero que me siga amando (y recordemos que soy muy fea).
El personaje del oculista no sólo es importante por esto: este señor es la trama encarnada.
La narración ocurre en el diálogo, y él se encarga de que el diálogo vaya por donde tiene que ir.
Sutil y efectivo. Así la lectura es dinámica: si empieza a aburrir lo que éste piensa, saltamos a lo
que piensa el otro, y si el otro también aburre, se cambia de tema en un momento. Digno de
admiración. Deja a un lado, sin olvidar, la chorrada del dios narrador omnipresente y le da a los
personajes vida propia; que hoy es el doctor, pero mañana es tu cuñado hablando de lo mismo, y
eso sí que es real como la vida misma.
Por si fuera poco trágica la vida de la pobre chica, aparece en escena la prima de Pablo, a
la que Galdós describe como a la mismísima Virgen María: buena, guapa e inmaculada. Así es
como Marianela entra en depresión y su cabeza se convierte en una metáfora del lugar en el que
vive: oscura, llena de misterio, mierda, decadencia y mezquindad. Sabe que cuando Pablo abra
los ojos y vea a su prima va a volverse loco por ella. Y es ahora cuando todos los enamoradizos
compulsivos decimos: “no sufras Nela, él sabe qué es bello y qué no, porque no está corrompido
por el mundo, cuando te vea te va a seguir amando porque el amor no entiende de prejuicios”. Sí,
muy bonito, digno de Crepúsculo. Pero esto es Galdós.
Así llegamos al final, y a no ser que seas el típico mandril con tupé que llama feas a las
mujeres por la calle, en un alarde de parecer Mario Casas, y tengas una pizca de complejo con
cualquier rasgo tuyo exterior o interior, vas a llorar como un/a condenado/a con esta novela.
Merece el honor de lectura obligatoria en la ESO como ejemplo de lo que nunca hay que hacer:
martirizarte por ser fea, juzgar a la gente por su aspecto o sentirte mejor por ser guapa (porque,
perdona que te diga, pero vas a pasar de moda).
Este libro tiene un efecto purgativo: se te mete en el alma y te saca toda la roña
incrustrada por la falsedad del mundo, y te pasas al menos un mes sin llamar a nadie orco de
Mordor. Te das cuenta de que nuestros defectos son lo que nos hace distintos y hay que sentirse
orgulloso de ellos. Ojalá alguna quinceañera lea este libro y piense: “yo sí que valgo para algo
aunque tenga la nariz del tamaño del campanario de mi pueblo, y se lo voy a demostrar a todos
los que piensen lo contrario”. Menos realismo y más confianza en nosotros mismos, joder, que
todos somos unos cardos y nadie es mejor que nadie.
hahahahahahahahaha
ResponderEliminarBuenisima reflexion!! Muy divertida!!
Muchas gracias por tu comentario, Ricardo!
EliminarMe ha encantado tu comentario! Lo haces muy cercano. De diez!
ResponderEliminarMe ha encantado tu comentario! Lo haces muy cercano. De diez!
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado, esperamos verte mucho por aquí ^^
Eliminarjajajajajajajja hacen falta más comentarios así!!! Gracias, Beatrice!
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